Queridos hermanos y hermanas:
Como un modo de “caminar juntos” al comenzar este tiempo fuerte de Cuaresma, les comparto esta sencilla reflexión, por si les ayuda a disponer el corazón para la Pascua:
“CUARESMA”, O DEJARSE LLEVAR POR EL ESPÍRITU AL DESIERTO
El Evangelio de Marcos, donde se hace alusión a la experiencia de Jesús de “dejarse llevar por el Espíritu al desierto”, es muy cortito, pero sintetiza el espíritu de este tiempo de conversión. Dice Marcos: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, donde estuvo cuarenta días…” (Mc 1, 12-13).
Cuaresma significa justamente 40 días, y el desierto es el símbolo de lo que nuestro corazón tiene que buscar de un modo especial en este tiempo de preparación para la Pascua.
¿Por qué el desierto? ¿Por qué dejarse llevar al desierto? El desierto es una de aquellas realidades que tienen muchas facetas. En su sentido positivo, es lugar de seducción y de encuentro con Dios. Y es también lugar de prueba, de lucha. El desierto es tremendo y fascinante a la vez.
“Pero al desierto -dice Pronzato- no hay que buscarlo en el mapa. El Sahara inmenso me acoge ahora en un ángulo de la casa, incluso en una carretera, en una plaza, en una calle llena de gente, todas las veces que me decido a liberarme de la esclavitud de lo contingente e ilusorio, del chantaje de lo urgente, de los condicionamientos de la apariencia, del totalitarismo del hacer, de la dictadura de lo exterior”.
En el desierto se apunta a lo esencial: la vida, el agua, lo mínimo para vestirse y cubrirse contra el sol. Allí se vuelven inútiles las cosas que en lo cotidiano nos dan seguridad y hasta grandeza: la tarjeta de crédito, la computadora, mis títulos, mi curriculum, la agenda desbordante de compromisos asfixiantes. Será un buen ejercicio repasar qué es esencial en mi vida y qué lugar ocupa en mi corazón, en mi tiempo: fe, familia, trabajo, amigos, solidaridad -sobre todo con los más débiles-, y de qué superficialidades, o cosas superfluas sería bueno despojarme u ordenarme.
En el desierto todo lo que es “cartón pintado” se desmorona, ahí ya no hay apariencias: se es o no se es. Se vive o se muere. Se está con Dios o no se está con nadie: ni con Dios ni con uno mismo. En el desierto nuestro corazón queda al desnudo. Y “la trivialidad que nos servía de defensa se derrite y nos permite ‘tocar’ otros niveles más hondos y más verdaderos de nuestra persona que antes ni sospechábamos poseer” (Dolores Aleixandre) Pero para eso tendremos que hacer la experiencia de ratos de soledad y silencio, tan necesarios en este tiempo cuaresmal.
Vamos al desierto a rescatar nuestra autenticidad, no en el sentido maltrecho de la palabra, como sinónimo de hacer lo que me parece o lo que se me ocurre, sino en el sentido de eliminar de mi vida todo lo que hay de mentira en ella, aún aquellas que he aprendido a disimular, que he logrado camuflar, maquillar y hasta disfrazar de bondad o virtud. Quizás parezca demasiado proyecto, pero en todo caso ojalá podamos desterrar algunas de las “mentiras eje” de nuestra vida. A mí siempre me impresionó e interpeló aquella expresión de Santa Teresa y de otros santos y santas: “vivir en verdad”.
Vamos al desierto para que nuestro nombre se “desinfle” y se ajuste a su real dimensión. Decía Silvano, monje de los primeros tiempos: “¡Ay del hombre que lleva un nombre más grande que sus obras!”. Si nuestro nombre está “inflado”, la soledad del desierto, lo reubicará. Y si en cambio nuestro nombre, por lo que sea, está muy “por el piso”, en el desierto nos reencontramos con el nombre más importante, el que nos pone de pie frente a nuestra indignidad: y ese nombre es el de “hijo”. En el desierto necesitamos dejarnos decir por el Padre: “Tú eres mi hijo muy amado…”. Sabernos amados incondicionalmente por Dios nos hace “levantar la mirada”.
El desierto es un espacio propicio para detectar, y ojalá también para echar de nuestra vida, los “personajes extraños” -por decir así- que vienen de visita a nuestro corazón y terminan por copar la casa. Huéspedes –no de los buenos- que nos empezaron a visitar con frecuencia, a los que les fuimos cediendo espacio en el corazón: los dejamos entrar de a poco, no tuvimos el coraje de declararlos personajes “no gratos” y terminaron por invadirnos y adueñarse de la casa. Esos “intrusos” son nuestras superficialidades, tan distractivas; nuestra sensualidad que nos ensimisma y nos quita horizonte, nuestra vanagloria, nuestros celos y envidias, que nos hacen entrar en tantas competencias estériles, en tantas tristezas cuando “perdemos”, y en tantos triunfalismos baratos cuando “ganamos”, nuestras “carreras locas” por un puesto, por cuidar el buen nombre, por mantener el status, que terminan por convertirnos en sutiles esclavitos. El desierto es una invitación a ser libres, a señorear la propia casa, el propio corazón, para que desalojados estos “ocupas” vivamos en paz, unificados y no exiliados de nuestra propia interioridad, fugitivos de nosotros mismos.
Cuaresma es esto: es el tiempo propicio para entrar en ese desierto que no está en el Sahara, sino en nuestro propio corazón.
Por otro lado, y aunque parezca contradictorio a esta invitación penitencial de Cuaresma, es importante no perder de vista el cuidar que esa purificación y austeridad no malogre el alegre mensaje del Evangelio, ya que el camino cuaresmal, pasando por la Cruz va hacia la Resurrección, que implica la alegría, la bienaventuranza y el gozo, dándonos la buena noticia de que tenemos otra oportunidad, como la tuvo para dar fruto aquella higuera estéril de la parábola de Jesús (Mt 21,18-19). Y ante una “buena noticia” la reacción natural es agradecer y celebrarla.
Y no se trata de contraponerlas entre sí, sino de reconocerlas como formas complementarias de piedad. Por lo tanto, también es parte de este tiempo cuaresmal el disponernos para que el Señor con su gracia “nos quite el luto y nos vista de fiesta” (Sal 30,12).
Fieles a este doble desafío, ojalá que en esta Cuaresma nos dejemos llevar por el Espíritu al desierto del propio corazón, porque como decía Julien Green, “es allí donde habita Dios, allí está su morada. No en el viento, no en el temblor de la tierra, menos aún en el ruido de las palabras que hacemos sin cesar, sino en lo profundo de nosotros mismos, allí donde no llegan las voces del mundo”.
Que el Señor los bendiga. Cuenten con mi oración y encomiéndenme en las suyas.
+Ángel Rossi S.J.