Homilía de Mons. Ñáñez en el Te Deum del 25 de Mayo

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Sr. Gobernador de la Provincia; Sr. Intendente Municipal de la ciudad de Villa Carlos Paz; autoridades civiles, militares y de las fuerzas de seguridad; distinguidos miembros del Honorable Cuerpo Consular; señores y señoras:

Agradecemos ante todo la acogida cordial que nos brinda en este día la ciudadanía de Carlos Paz, representada por el Sr. Intendente Municipal.

Quiero dirigir, al mismo tiempo, a todos los aquí presentes, un saludo cordial unido al anhelo que esta celebración reconforte y anime nuestro corazón de ciudadanos que quieren comprometerse con su Patria.

Como argentinos festejamos hoy el inicio de nuestro camino hacia la independencia nacional. Comienzo que se gestó en Buenos Aires y que llegó a su plenitud en el Congreso de Tucumán que proclamó la independencia y señaló el nacimiento de “una nueva y gloriosa nación”.

Los creyentes, fieles de distintas tradiciones religiosas, queremos hoy dar gracias a Dios porque reconocemos que la Patria es un precioso don de su Providencia.

Un don que, al mismo tiempo, ha sido confiado a nuestra libertad. En la conciencia de esta cualidad de la Patria percibimos un motivo de encuentro con todos los ciudadanos que, sin adherir a ninguna tradición religiosa, son personas de una auténtica buena voluntad.

Lo que ha sido confiado a nuestra libertad son, ante todo, las enormes riquezas naturales distribuidas a lo largo y a lo ancho de la dilatada geografía de nuestro país. También y sobre todo la generosa riqueza de los talentos que adornan a nuestro pueblo, que fueron acrecentados por los notables aportes de los inmigrantes que eligieron a la Argentina como su Patria.

En nuestro corazón surge, al considerar esas riquezas recibidas, algunas preguntas acuciantes: ¿qué hemos hecho con ese enorme capital? ¿qué estamos haciendo con esa hermosa herencia llegada a nuestras manos?

Sin ánimo de hacer una descripción completa y mucho menos rigurosa, podemos decir que a lo largo de nuestra historia, más que bicentenaria, hemos hecho, gracias a Dios, cosas grandes y admirables, fruto del ingenio innato, de la aplicación cuidadosa al cultivo de las ciencias, del desarrollo notable de la cultura en todas sus expresiones por parte de muchísimos conciudadanos nuestros.

Pero debemos reconocer, con dolor, que también somos responsables de cosas mezquinas y lamentables. Así, por ejemplo, al celebrar el centenario de los hechos de Mayo de 1810, nuestra Nación estaba considerada entre los países más importantes y prósperos del orbe. Sin embargo, cabe hacerse esta pregunta: ¿esa prosperidad, esa riqueza estaban distribuidas con verdadera equidad entre todos los ciudadanos?; ¿no estaban más bien concentradas en pocas manos?

A veces en nuestra sociedad, en lugar del sencillo compartir ha primado un espíritu de competencia, incluso con expresiones de deslealtad, que han impedido una auténtica colaboración y que, en muchos casos, ha dado lugar a expresiones de un individualismo marcado por el egoísmo que, junto a otras y complejas causas, ha provocado que en nuestra Patria, potencialmente rica, haya un tercio de su población sumida en la pobreza o en la indigencia.

Hemos hecho cosas tremendas y reprobables, como la violencia fratricida con diversas expresiones a lo largo de los años: los enfrentamientos entre unitarios y federales en el siglo XIX; el terrorismo y la represión terrible y totalmente fuera de la ley del siglo pasado; los resentimientos, los revanchismos e incluso las venganzas que nos hacen sufrir y nos paralizan hasta el día de hoy.

¿Y qué es lo que estamos haciendo? Me parece que estamos desoyendo y olvidando las lecciones de nuestra historia, sobre todo de la más reciente.

Releyendo los mensajes del episcopado entre los años 2001 y 2003, años de profunda crisis, da la sensación que están escritos para la situación actual. ¿No estaremos repitiendo la historia? Teniendo a la vista también algunas homilías del entonces Arzobispo de Buenos Aires, el Cardenal Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, da la sensación que sus reflexiones y sugerencias no han sido tenidas en cuenta en nuestros procederes como ciudadanos.

Somos, aunque duela decirlo, como un “espectáculo para el mundo”, que no entiende nuestras constantes contradicciones. Al respecto Cardenal Bergoglio decía en el Te Deum del 25 de mayo de 2004: “No pocas veces, el mundo mira asombrado un país como el nuestro, lleno de posibilidades, que se pierde en posturas y crisis emergentes y no profundiza en sus hendiduras sociales, culturales y espirituales, que no trata de comprender las causas, que se desentiende del futuro…”

Pero un mensaje en el día de la Patria ha de ser esperanzador… Precisamente, en la abundancia de dones que la Providencia divina nos ofrece, en las múltiples riquezas naturales de nuestro suelo, en la variedad de dones y talentos de nuestra población está lo que puede infundir esperanza, lo que puede permitirnos salir adelante y superar nuestras múltiples dificultades. Podemos de veras “construir y reconstruir” nuestra Patria. Otros pueblos lo han hecho partiendo de situaciones más dramáticas que las nuestras. ¿Porque no podríamos hacerlo nosotros?

El testimonio y la obra de Brochero en Traslasierra, cuyas resonancias llegaron también a esta Villa, está hablándonos con una elocuencia manifiesta. Él sí que supo administrar bien los talentos recibidos. Con la ayuda de Dios, desde la pobreza extrema y la exclusión, realizó junto a su gente la obra maravillosa de incluir toda una región, como señalara en Roma el Sr. Gobernador Schiaretti con ocasión de la canonización del “Cura gaucho”.

Un mensaje esperanzador no debe ser, sin embargo, ingenuo. No es cierto que estemos “condenados al éxito”, como dijo algún político. Sostener eso puede confundirnos, desorientarnos y provocar que perdamos auténticas oportunidades, como lamentablemente ya ha sucedido en otras ocasiones.

El mensaje esperanzador tiene que ser realista y por ello hemos de reconocer con sinceridad y verdadera humildad nuestros yerros y equivocaciones. Alguna vez los obispos de Argentina dijeron: “tenemos que reconocer y asumir nuestras derrotas, pero no vivir como derrotados”. Es de verdad un enorme desafío. Vale la pena afrontarlo.

Tenemos además que dolernos de nuestros desaciertos, pero debe ser un dolor que nos mueva a un sincero propósito de cambio. Un cambio que, seguramente, será progresivo, a través de procesos laboriosos, de diálogos respetuosos y esforzados, como fueron los concretados durante el desarrollo del llamado “diálogo argentino”, y  que como entonces deberán estar animados y sostenidos por una paciencia inquebrantable y una constancia verdaderamente tenaz, que no se rinda ante ninguna dificultad que se presente. A esta tarea estamos moralmente exigidos todos los ciudadanos, especialmente aquellos que, por voluntad popular, han recibido el encargo de administrar los destinos de nuestra Nación.

Estoy convencido que es responsabilidad de todo dirigente social tener un discurso que no sea simplemente “políticamente correcto”, como se suele decir, sino un discurso veraz, sincero, avalado por un testimonio auténtico que desafíe a todos los ciudadanos a cultivar una actitud verdaderamente ética, a proceder constantemente en la verdad y a procurar el bien de todos; un discurso y un testimonio que motiven continuamente a la esperanza y que promueva constantemente el compromiso con la tarea de construir el futuro de la Patria.

En esta hermosa Villa y en toda nuestra Patria se honra y venera de manera muy sentida a la Santísima Virgen. A Ella le encomendamos nuestra querida Patria. A María, que desde Luján nos dice: “Argentina, canta y camina”. La Patria debe cantar con alegría; con alegría porque camina y  caminar quiere decir: salir de nuestras “zonas de confort”, ser permanentemente solidarios, hacer siempre el bien, ser justos, decir siempre la verdad, ser generosos y serios en el trabajo para el progreso de todos, acortar distancias con nuestros conciudadanos, rellenar las grietas, encontrarnos de veras entre todos y trabajar juntos.

Que la Virgen nos lo alcance de la mano bondadosa de Dios, a todos los ciudadanos y a las autoridades, a quienes encomendamos especialmente a Dios, como nos pedía el apóstol san Pablo en la primera lectura. ¡Que así sea!

 

+  Carlos  José  Ñáñez

Arzobispo de Córdoba